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¿Una revolución desde la periferia?

El papel de las ciudades interiores y sus territorios jurisdiccionales tras los hechos de mayo de 1810 y de cara a los de julio de 1816.

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14 de julio de 2016

Desde la segunda mitad del siglo XIX, y durante gran parte del siglo XX, el relato consagrado por los primeros cronistas, perfeccionado luego por la profesionalización de la disciplina histórica, otorgó a las provincias del interior del Río de la Plata un rol subordinado al devenir de la revolución iniciada y orquestada en Buenos Aires, capital del exvirreinato. En esta trama discursiva, las ciudades interiores y sus respectivos territorios jurisdiccionales pasaban a ocupar papeles protagónicos sólo cuando parecía que el drama de la guerra se trasladaba temporalmente hacia otros escenarios que no fueran el de aquel puerto central.

Así, por ejemplo, Mendoza sólo parecía dar cuenta de la dinámica revolucionaria cuando la administración de San Martín como gobernador intendente la introdujo de lleno en el ritmo de aquella con vista a la preparación del Ejército que, en su periplo, liberaría Chile y Perú de la dominación española.

Si en la obra de Damián Hudson –publicista mendocino que elaboró a fines del siglo XIX la primera narración de los sucesos locales en clave explicativa– este era el sentido de la descripción, luego, en uno de los tomos correspondientes a las provincias dentro de la Historia de la Nación Argentina publicado por la Academia Nacional de la Historia entre 1936 y 1950, se terminó de fijar la imagen de una sociedad mendocina aletargada que recién sería sacudida por las novedades políticas hacia fines de 1814, cuando el futuro general asumiera su cargo.  

En el marco de la renovación disciplinar de la Historia surgida de una confluencia de factores académicos y políticos desde comienzos de la década de 1990, una serie de investigaciones viene revisando esta tesis sobre Mendoza, no sólo como ciudad sino como toda una jurisdicción que se pretendía gobernar e implicaba también la campaña extendida hasta alrededor de unos 150 kilómetros en torno suyo. Al seguir los lineamientos de la renovación de la historia política, estos trabajos volvían a otorgar a los actores un peso decisivo en el relato, buscando reconstruir los procesos desde sus propias expectativas y, por tanto, ya no desde una mirada teleológica que diera cuenta de los sucesos desde sus resultados finales.

Los intereses de esta nueva perspectiva incorporaron el estudio de las prácticas de sociabilidad, lectura y escritura, así como las de representación que introdujo la revolución en este microespacio, sin perder por ello la referencia a un marco regional en el que también el estudio con estas mismas líneas pero en otros casos provinciales (Buenos Aires, Córdoba, Corrientes, Tucumán, Salta) permitía avanzar en un análisis en clave comparativa.

Así se pudo observar cómo la politización de la sociedad local, por un lado, había sido bien temprana en relación con el inicio de la ruptura revolucionaria en 1810, dando cuenta de un nivel de conflictividad creciente y extendido hacia muy diversos grupos sociales; y por otro lado, que no podía comprenderse el proceso local sin tener en cuenta la intensidad de los lazos que la jurisdicción tenía con el resto de las ciudades cuyanas y sus tensas relaciones con el centro de poder porteño, pero también sus fuertes vínculos con el valle central chileno sostenido en multiseculares circuitos y redes comerciales, parentales e institucionales. Una amplia producción historiográfica mostró entonces que la supuesta periferia mendocina, la cual se condecía en el relato con un retardado vuelco activo y comprometido con la revolución, no era tal, ni mucho menos.

En efecto, esta producción evidenció cómo la opción de los cabildos abiertos locales de junio de 1810 ya había generado una politización de la población que fue creciendo y acelerándose en los días, meses y años siguientes. También se mostró cómo no sólo afectaba al núcleo duro de la élite sino que se extendía a los mediadores entre ésta y los subalternos, lo que quedó expresado en el intento de movilización de mayo de 1811 en el que los alcaldes de barrio intentaron forzar la situación política local (algo que ya había mostrado en cierta soledad historiográfica Elvira Martín de Codoni en la década de 1960). Incluso se desplegó dentro de la población esclava y llegó a estimular una trama conspirativa que Beatriz Bragoni develó en sus diversos detalles ideológicos, comunitarios e institucionales. 

Expediente de 1813 por robo de armas y pólvora del patrimonio público

Del mismo modo, otros trabajos reflejaron cómo una densa red de jueces menores, que venía expandiéndose sobre el casco urbano pero también sobre la campaña adyacente desde fines del período colonial, resultó clave para los esfuerzos de disciplinar esa politización a través del control de las opiniones pero también para orquestar el sostenimiento de la revolución con hombres, hacienda y dinero.

De tal forma, al arribar San Martín a mediados de 1814, la jurisdicción de Mendoza ya había madurado en su experiencia revolucionaria, las autoridades habían aceitado las estrategias de disciplinamiento e iban logrando un relativo éxito en la pedagogía cívica que buscaba construir la legitimidad de la guerra y la nueva política.

En tal sentido, si los debates del Bicentenario de la revolución en 2010 aportaron aquella serie de consensos que hemos referido a partir de una rica producción historiográfica, las reflexiones surgidas al calor de este nuevo bicentenario, ahora de la Independencia, ha recogido ese guante y consolida perspectivas que intentan dar cuenta de la intensidad de los procesos vividos por los actores de esa época según sus propios horizontes de expectativas.

Por: Eugenia Molina, Facultad de Filosofía y Letras, UNCUYO.