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El vino argentino ¿es la más genuina e higiénica de las bebidas?

La investigadora realiza una reseña de las distintas circunstancias que vivió nuestra principal industria a lo largo de la historia, partiendo de la base de la discusión que se mantiene como consecuencia de la autorización de elaborar un vino con uvas no viníferas.

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26 de julio de 2013

Por Patricia Barrio – Iincihusa-Conicet

Desde hace poco se conoce la elaboración del Vino de la Costa, llamado así por producirse originariamente en el partido de Berisso (provincia de Buenos Aires), cercano al Río de la Plata. 
El diario Clarín del 28 de agosto de 2010 publicó una nota que comentaba: “El Vino de la Costa se elabora desde principios del siglo XX, cuando un grupo de inmigrantes italianos, nostalgiosos de su tierra, convirtieron las barrosas márgenes del Plata en un paraíso en el que descollaba la Isabella Americana o Frambua, popularmente conocida como uva ‘chinche’”. 

La reciente denominación de “vino regional” a un jugo de uvas de variedad no vinífera expedida por el Instituto Nacional de Vitivinicultura despertó una polémica entre los sectores tradicionalmente vinculados a la actividad. 

Este tipo de discusiones –técnicas y políticas– no es novedoso, sino que recoge antecedentes en la historia regional. En particular, en el rol clave que han ocupado las dependencias técnicas en la regulación y destino que asumió la vitivinicultura en distintos momentos. El control de la elaboración, qué sustancias enológicas eran las permitidas, la salubridad de los consumidores han sido tópicos recurrentes desde principios del siglo XX. 

En efecto, una siempre conflictiva cuestión de esta agroindustria fue con qué parámetros diferenciar al vino genuino del que no lo es. Por supuesto que en la actualidad el desarrollo de la enología y la existencia de un poderoso organismo de fiscalización como el INV, creado en 1959, deberían dirimir estos conflictos rápidamente, pero los supuestos beneficios políticos por un lado, y el temor de una competencia “desleal” frente a los rigurosos estándares de la producción del vino en la Argentina, por otro, parece que han complicado la situación. 

Ya en 1900 había fuertes discusiones sobre este tema. Hasta ese momento, la Ley de Vinos vigente (sancionada en 1893), además del vino “natural” (“producto de la fermentación del mosto proveniente del zumo de la uva fresca”), aceptaba otros tipos de vinos no genuinos con la única condición de que se especificara en el envase y no afectara a la salud pública. 

Ellos eran el vino “enyesado”, “encabezado”, “azucarado”, “aguado”; “petiot” -fabricado con orujos- y “de pasas”, como también bebidas artificiales que imitaban el sabor del vino. La ley de 1893, entonces, no hacía más que reconocer las bebidas vínicas que se fabricaban en esa época y que tenían por objetivo satisfacer un mercado en expansión y poco exigente. 

Frente a estos productos, los dirigentes políticos cuyanos y los empresarios del sector lograron que el Estado nacional les impusiera gravámenes más elevados, ya que tenían un costo de elaboración muy inferior al del vino genuino, además de constituir un serio obstáculo para la consolidación de una vitivinicultura de calidad –capaz de competir con los productos internacionales– como lo había pensado la élite política mendocina hacia 1890. 

Cuando alrededor de 1901 se desencadenó una crisis económica, los bodegueros culparon de la situación a las falsificaciones vínicas que, según ellos, realizaban los comerciantes mayoristas y minoristas de las grandes ciudades argentinas, amparados por una Ley de Vinos ambigua y poco estricta. Esto explica que plantearan la sanción de una norma superadora. 

También pretendían que las bebidas vínicas no naturales aceptadas por la ley de 1893 no pudieran denominarse vino. Sin embargo, el primer proyecto de ley presentado al Congreso por el diputado nacional y jurista mendocino Julián Barraquero, en 1901, aceptaba denominar “vinos” (“no genuinos”) a las bebidas mencionadas por la ley de 1893.
 
En realidad, para el legislador, el problema eran los vinos importados, sobre todo los italianos, con una alta graduación alcohólica y nivel de extracto seco que daban cuerpo y color a los caldos aguados y de mala calidad de origen nacional. Por eso su proyecto prohibía que los vinos importados fueran objeto “de ninguna manipulación” (corte, mezcla, etc.). 

Con esto, no sólo atacaba los intereses de los importadores, que estaban fuertemente organizados en “cámaras de comercio”, sino además a la mayoría de la producción nacional, que todavía no había alcanzado un nivel enológico para elaborar vinos medianamente buenos para el mercado consumidor. 

Esto es lo que declararon dos especialistas, Nicolás Arzeno y el italiano Arminio Galanti, en una carta publicada en el diario Los Andes, quienes además opinaron que la futura ley solamente debía prohibir la elaboración de vinos con otras sustancias distintas al zumo de uva, dado que la industria no estaba madura para las exigencias del plan de Barraquero. 

En mayo de 1903, Julián Barraquero presentó su segundo proyecto de ley, en el que se establecían nuevamente, aunque con modificaciones, dos tipos de vinos: el genuino y el no genuino. Este último, en adelante se llamaría “vino trabajado”. Otro parámetro enológico para establecer el vino natural era que los tintos tuvieran entre 26 por mil y 35 por mil o menos de extracto seco, y los blancos menos de 18 por mil, excepto los embotellados. 

Otro proyecto de ley, confeccionado por el químico Pedro Arata, oriundo de Buenos Aires, y elevado al Senado de la Nación, prohibía la denominación de “vino” a las bebidas vínicas no genuinas y no establecía el extracto seco como parámetro de pureza del vino. Distinguía además entre los vinos importados que se consumían directamente y los de corte; estos últimos serían vendidos con intervención de la Administración de Impuestos Internos. Con esta disposición se reconocía la práctica del corte de los caldos importados y argentinos.

Finalmente, la ley de vinos Nº 4.363, de 1904 -que rigió la industria del vino hasta la sanción de la Ley General de Vinos Nº 12.372, de 1938- fue una transacción entre ambos proyectos. Lo más importante de la norma fue la prohibición de llamar vino a las bebidas vínicas no genuinas, un triunfo para los productores de Mendoza y San Juan.
 
Además estableció como criterio de pureza la cantidad de extracto seco (para el vino tinto 24 – 35 por mil, y, para el blanco, menos de 17 por mil). De todos modos estos límites tenían una excepción en “los vinos finos embotellados” y se incorporó como atenuante que aquellos vinos que no cumplieran con esa exigencia podrían probar su legitimidad a través del análisis de las uvas con que fueron producidos. 

Sobre el control a la elaboración de la bebida, la nueva ley marcó con mayor precisión el control del Estado nacional sobre la agroindustria del vino y respecto de los importados debían ser vendidos en sus cascos de origen, o embotellados “con intervención del Poder Ejecutivo”, y siempre con los certificados de procedencia y análisis del país de origen. La norma, además, estableció el análisis previo a todo vino librado al consumo en las Oficinas Químicas Nacionales o por aquellas habilitadas por el Poder Ejecutivo (en el caso de Mendoza, la Oficina Química Provincial). Los vinos averiados o enfermos serían destilados con la intervención del Estado y utilizados como alcohol. 

De este modo, la crisis de principios de siglo fue una oportunidad para repensar y encauzar el proyecto vitivinícola en Mendoza y San Juan. ¿La forma? A través de la Ley Nacional de Vinos, que aportó criterios claros para una vinificación que hasta entonces se guiaba por normas confusas y la (escasa) experiencia de aventurados bodegueros. 

Pero el cumplimiento de esta norma sería obtuso sin un mecanismo de control de la vinificación. ¿El cómo? A través de una dependencia que controlara y fiscalizara la actividad: la Dirección General de Industrias, creada en 1907 por el gobernador Emilio Civit. Los férreos controles a la vinificación le costaron más de un conflicto al dirigente, para quien las dependencias técnicas eran el instrumento decisivo para lograr posicionar internacionalmente a la vitivinicultura mendocina, y argentina, de acuerdo con estándares de calidad, genuinidad e higiene. 

Esperemos que el actual conflicto con el Vino de la Costa sea una excusa para lo mismo.