A 200 años del encuentro de Guayaquil: la entrevista y la memoria del general
Detalles de aquella memorable y única reunión que mantuvieron San Martín y Bolívar, el 26 y 27 de julio de 1822.
San Martín y Simón Bolivar | Foto: cedoc
Por: Dra. Beatriz Bragoni, investigadora principal del CONICET en el INCIHUSA
La conmemoración del bicentenario de la famosa entrevista de los Libertadores en Guayaquil integra más de una agenda gubernamental constituyendo un nuevo eslabón de la larga cadena de evocaciones destinadas a activar el selectivo proceso de recuerdos y olvidos que fraguaron las mitologías fundacionales de las naciones latinoamericanas. No es difícil imaginar el lugar de privilegio que obtendrá en cada liturgia estatal aquel memorable y único encuentro que mantuvieron San Martín y Bolívar, el 26 y 27 de julio de 1822, reproducido casi al infinito en grabados, libros y monumentos dedicados a rendirles tributo por el estelar protagonismo en las guerras de independencia del continente.
Esa influyente imagen que simboliza la unidad continental suele replicar la primera representación del encuentro de los Libertadores que ilustra la obra del marino francés Gabriel Lafond de Lurcy, “Voyages autour du monde et naufrages célèbres”, publicada en París en 1843. La misma integra el capítulo dedicado a la independencia del Perú, las controversias que había suscitado la abdicación de San Martín del mando supremo del protectorado peruano, y la salida del teatro de la guerra sin haber afianzado la independencia. Junto a la ilustración, el avezado capitán convertido en cronista de las guerras revolucionarias que habían sepultado el viejo imperio español interpuso una epístola dirigida por San Martín a Bolívar que dató el 29 de agosto de 1822 donde fundamentaba la decisión de abandonar el suelo americano. Con ello, daba por concluido un texto que estaría destinado a ganar difusión en los círculos intelectuales y políticos argentinos en virtud de la escasa documentación de lo sucedido en Guayaquil y las versiones ofrecidas por cronistas, memorialistas y publicistas hispanoamericanos y europeos, que habían cuestionado el accionar militar y el proyecto de monarquizar el Perú por parte del héroe de Chacabuco y Maipú que contrastaban con el progresivo rescate de la figura de Bolívar.
El cincel de la memoria
Lafond tomó contacto con San Martín en 1839 cuando había iniciado su plan editorial e imaginó que las conversaciones y documentación que el general residente en París podía facilitarle habrían de fortalecer su proyecto. Era hijo de un oficial napoleónico que luego de cursar estudios en un liceo de provincia, se enroló en las flotas francesas que conectaban las rutas del comercio intercolonial del Pacífico. De la India pasó a Manila, y de allí viajó a Acapulco para fondear en el Guayaquil ya independiente, y embarcarse en las expediciones corsarias que, por vías fluviales contribuyeron al éxito bolivariano de Carabobo, que abrió paso a la conquista de Quito y la anexión de la provincia de Guayaquil a la Gran Colombia. En 1838 regresó Francia, fijó residencia en París y se abocó a capitalizar su experiencia en Asia, Oceanía y América en vistas al creciente interés que despertaba el acontecimiento que había pulverizado el orbe hispánico en el Nuevo Mundo, y las no menos atractivas oportunidades de negocios que ofrecían sus gobiernos y constituciones para colocar a las nuevas naciones en el sendero de la “civilización” o el progreso. Para cuando Lafond intercambió información con San Martín, la literatura de viajes y las crónicas o memorias referidas a las independencias constituían un género consagrado que contaba con un nutrido catálogo de obras publicadas sobre todo en Londres o París. Con pocas excepciones, ningún memorialista había pasado por alto las cualidades militares (y políticas) de San Martín, y quienes protagonizaron la campaña al Perú, y observaron la edificación y colapso del Protectorado, no habían eludido hacer referencia al “curiosísimo acontecimiento histórico” que, como señaló el capitán escocés Basil Hall, representaba “su deserción a la causa independiente en momentos de gran peligro y vacilación”.
A los ojos del francés que había recorrido el circuito marítimo del Pacífico, y frecuentado los círculos patriotas, las interpretaciones ofrecidas por William Bennet Stevenson (editada en inglés en 1825, y traducida al francés en 1832), Baral y Miers, resultaban poco satisfactorias porque inclinaban la balanza a favor del almirante Cochrane en aquella coyuntura. Tampoco la Historia de la Revolución de la República de Colombia (1828), escrita por José Manuel Restrepo que instalaba el carácter secreto e indocumentado de la entrevista, ni el suceso editorial de la obra de Mariano Torrente, Historia de la revolución en Hispanoamérica, publicada en Madrid en 1830, lo satisfacían: sobre todo porque esta última colocaba en un cono de sombras el desempeño del “caudillo” al describir la impericia en la dirección de la guerra que disparó la defección de los jefes del ejército y de la escuadra naval, como también la manera en que el monarquismo había terminado por carcomer los cimientos de la opinión pública mucho más allá de Lima.
En función de ello, una vez radicado en París, acarició la idea de conversar con San Martín para dotar de mayor y mejor información la campaña al Perú, y de la todavía indocumentada entrevista de los Libertadores de 1822. El hecho que San Martín hubiera sobrevivido a Bolívar, la común residencia en París y el aceptable manejo por parte de ambos del castellano y el francés, constituían insumos inmejorables para “remontar a las fuentes mismas”, y ofrecer un relato que reuniera requisitos de verosimilitud aceptables a una obra que se proponía deleitar a los lectores con las voces de sus propios actores. Por consiguiente, la información que podía obtener del “único hombre en el mundo” sobreviviente de aquella expedición, se convertía en incentivo primordial, aunque no exclusivo de la aceptación de San Martín de conceder atención periódica al escritor, y facilitarle documentación. En particular, la empresa editorial en ciernes permitía al general enlazar una comunidad de recuerdos sobre el pasado revolucionario, abonar el suelo reivindicativo que se asomaba en las repúblicas latinoamericanas, y abonar el juicio histórico sobre su desempeño público. En la carta que le cursó Lafond en 1841, cuando preparaba el tomo en el que incluiría la famosa epístola mediante la cual se imprimiría la versión de San Martín sobre la todavía secreta conferencia mantenida con Bolívar, el entusiasmo sobre el impacto de la obra era desbordante: “escribiré la guerra de independencia, mandaré mi libro a todas las academias y quiero que su obra resplandezca; pues usted ha sido el organizador y el primer soldado de la América española”.
Pero si los intercambios con Lafond, le permitían a San Martín contribuir a la empresa editorial mediante testimonios que atestiguaran su conducta pública, su decisión no resultaba independiente de la creciente expectabilidad o “fama”, de la que estaba siendo objeto la figura de Bolívar. El 17 de diciembre de 1842 los restos del Libertador del Norte habían sido repatriados a Caracas en el marco de rituales fúnebres semejantes a los realizados dos años antes en París cuando las reliquias de Napoleón I fueron conducidas a lo largo del Sena para ser sepultados en Les Invalides en medio de multitudinarias y fervientes manifestaciones populares. Es difícil documentar las impresiones de San Martín sobre la monumentalidad de tales rituales fúnebres, aunque resulta poco probable imaginar que le hubieran sido indiferentes. Por entonces, todavía alternaba su residencia entre París e Yvry, frecuentaba tertulias diplomáticas, cafés y teatros, y viajaba a los baños termales para aliviar nuevas y viejas dolencias. Estaba al tanto de la política sudamericana (y continental), mantenía correspondencia con algunos guerreros de la independencia cuya amistad había fortalecido durante los años de su “ostracismo voluntario”, volcaba reflexiones sobre los desafíos que el nuevo ciclo de expansión imperial imponía a las repúblicas hispanoamericanas, y no dudaba en expresar su malestar ante las manifestaciones de descontento popular que ponían en riesgo el orden social en Europa. En consecuencia, el intercambio epistolar y de documentos que el general facilitó al marino francés, gravitaría en la redacción de la obra que Lafond publicó en 1843. En el capítulo dedicado a Perú, y la famosa entrevista de los Libertadores en Guayaquil, que ilustró con la también conocida imagen que la evoca, el escritor interceptó la controvertida carta de San Martín a Bolívar, datada en 1822, en la que no sólo refería a las condiciones que impedían la reunión de fuerzas militares bajo un único liderazgo para asegurar la independencia. De ella también emanaba la decisión de abandonar el teatro político americano por estar convencido que, si bien la independencia estaba a un paso de ser conseguida, la prolongación de la guerra azuzaría las luchas intestinas.
A través de esa intervención, la figura de San Martín obtendría un giro interpretativo sustancial al conseguir resignificar no sólo las razones que explicaban el “enigma peruano”. También dejaría en suspenso cualquier referencia a sus frustradas negociaciones monárquicas para el Perú frente a las versiones que los primeros comentaristas de Bolívar, habían ofrecido sobre el encuentro en Guayaquil que recogían ecos de los intercambios epistolares del secretario del Libertador del Norte con Santander y con Sucre de 1822.
El héroe republicano
Pero serían los románticos argentinos los que enfatizarían el velo sobre las preferencias monárquicas sanmartinianas en beneficio de su entronización militar y republicana. Luego de visitarlo en 1843 en su casa de Grand Bourg, Juan Bautista Alberdi le dedicó un escrito que reprodujo la carta publicada por Lafond sobre su versión de Guayaquil, puso en duda el encuentro con el rey francés de 1838, expuso las razones por las que el general se había negado visitar la corte de Madrid en compañía de su mecenas y amigo Alejandro Aguado, y omitió cualquier referencia a su valoración sobre el “sistema Rosas” frente a la invasión anglo-francesa, y a los homenajes brindados por la Legislatura de Buenos Aires, a instancias de su gobernador y Jefe de la Confederación.
Pero sería Sarmiento quien estilizaría el argumento por el cual el legado sanmartiniano quedaría despojado de las valoraciones que enturbiaban su pasado y presente político. En 1841, durante su exilio en Chile, el sanjuanino había hecho del tránsito entre Chacabuco, Cancha Rayada y Maipú el eje central de su narrativa patriótica destacando “la frenética energía de su carácter” y su valor como “soldado” en el resurgir de la Patria. Y aunque la información que organizaba el relato abrevaba primordialmente en las versiones orales transmitidas por los sobrevivientes de la empresa libertaria en el seno de la Comisión Argentina, que tenía como principal animador al general Juan Las Heras, la lectura de la narrativa de Hull y Lafond, y la entrevista que mantuvo en 1846 con ese “monumento viviente en Grand Bourg”, le permitieron soldar conjeturas sobre el “enigma peruano” y el “Santa Elena voluntario”. El encuentro en Guayaquil de los generales que mayor influencia habían ejercido en la independencia del Nuevo Mundo sería el motivo primordial del discurso de recepción que pronunciaría en el prestigioso Instituto Histórico de Francia en 1847. En su visita a aquel pasado, Sarmiento no sólo trazaría un contrapunto entre los diferentes estilos militares de los Libertadores, sino que bosquejaría a través de ellos los contrastes que distinguían las revoluciones del norte y del sur, y avanzaría decididamente a cuestionar el modelo monocrático-constitucional bolivariano en beneficio de la matriz republicana, y no de “conquista” de la revolución rioplatense.
La circulación de la versión que ensombrecía la memoria bolivariana adquirió mayor resonancia en los años que siguieron a la muerte de San Martín. Y si el discreto homenaje realizado por Bernardo de Irigoyen en el “Archivo Americano” (1851) se haría eco del “desinterés” sanmartiniano que ya había sido ensalzado en el obituario que le dedicó su amigo francés, André Gerard, sería el testimonio de un ayudante de campo de Bolívar, quien traería a colación las preferencias monárquicas del venerable difunto como elemento disonante de las irreconciliables opciones políticas que gravitaron en la desventurada entrevista de 1822.
En las décadas siguientes, el progresivo rescate de la figura del héroe de Chacabuco y Maipú infligió un nuevo estadio a la legendaria controversia: mientras que la “Vida de San Martin”, publicada por Vicuña Mackenna (1863), ofrecía evidencias de la manera en que el monarquismo sanmartiniano había terminado por esmerilar su capital político en Lima, los homenajes realizados en Buenos Aires al descubrirse la estatua ecuestre emplazada en el sitio del antiguo cuartel de granaderos, y el bosquejo biográfico escrito por Juan María Gutiérrez (1868), esquivaron hacerse cargo del dilema que obstruía cualquier narrativa capaz de enhebrarse con la tradición republicana. Los rituales cívicos celebrados con motivo de conmemorar el centenario del natalicio del Libertador, y el ceremonial fúnebre dispuesto en ocasión de la repatriación de las reliquias del Gran Capitán en 1880, dotarían de mayor visibilidad el enlace entre el legado sanmartiniano y las bases republicanas del nuevo país convirtiéndose en preludio de la monumental narrativa con la que Mitre consagró la versión Lafond en zócalo primordial de la imagen del “desinterés” sanmartiniano frente a la ambición y personificación del poder de Bolívar .
Todo parece indicar entonces que San Martín cumplió un papel activo en la preservación de su reputación patriótica y en la deliberada omisión u olvido de su pasado monárquico. Y si bien tal intervención obedecía a una particular concepción de la historia y de la política, la misma no resultaría independiente del rescate de la memoria bolivariana en América y en Europa, y la no menos indicativa valoración de su propio protagonismo por parte de la galaxia de letrados y publicistas que depositaron en el legado político del anciano general sobreviviente de las guerras de independencia, un recurso formidable de cohesión simbólica de la nacionalidad argentina. Pero el pasado monárquico del héroe difícilmente podía operar de manera favorable en la fabricación del “mito nacional” por lo que la versión ofrecida por Lafond, y que San Martín nunca refutó o corrigió, reunía requisitos suficientes para ser aceptada y difundida como depósito de verdad de las razones que lo condujeron a abandonar Perú, y legar en Bolívar el fin de la guerra. Esa lectura basada en el “desinterés” hallaría mayor estilización historiográfica en la obra de Mitre en la cual abrevarían todas las liturgias oficiales argentinas desde el siglo XIX a la actualidad, y sería recogida incluso en la ficción borgeana del siguiente modo: “La entrevista de Guayaquil, en la que el general San Martín renunció a la mera ambición y dejó el destino de América en manos de Bolívar, es también un enigma que puede merecer el estudio”.
Publicado en Perfil.