La barbarie del liberalismo iliberal en época de la posverdad
El iliberalismo de Milei coincide bastante con el del primer ministro húngaro Viktor Orbán. En uno y otro caso, para llevar adelante sus políticas se disminuyen los controles parlamentarios sobre el Poder Ejecutivo, se desmantelan las garantías que brinda un Estado de derecho y se ataca la libertad de prensa. Columna del Comité de Divulgación Científica del INCIHUSA.
El presidente Javier Milei con el primer ministro húngaro Viktor Orbán. Foto: media.letrap.com.ar. Fuente: UNIDIVERSIDAD
Por: Santiago Argüello, investigador del CONICET en el INCIHUSA.
Qué duda cabe que vivimos en época de la posverdad, donde la apariencia manda y exacerba el individualismo a expensas de la tecnología. Eva Illouz y Éric Sadin lo vienen evidenciando desde hace tiempo. Y entre nosotros, el cientista político Jaime Durán Barba lo divulga semana a semana: a la ciudadanía argentina (y mundial en general) ya no le importa la verdad, sino la verosimilitud fabricada digitalmente y asociada a la emoción subjetiva. Salvo que, a su juicio, esto daría lugar a “un nuevo individualismo solidario nacido de las pantallas”. Desde luego, hasta qué punto se le puede llamar realmente ‘solidaridad’ al mero uso de dispositivos digitales sin traducirse ello en una acción efectiva y articulada más allá de lo virtual, es algo que el ecuatoriano formado un tiempo en Mendoza deja sin explicar.
El liberalismo clásico se definía a sí mismo como el esfuerzo por edificar sociedades liberadas del miedo a poderes arbitrarios. Eso fue una constante que unificaría a los liberales a través de las distintas épocas, tal como muestra de forma actualizada Kahan en Freedom From Fear: An Incomplete History of Liberalism (2023), un libro de lectura imprescindible. Pero como bien advirtiera Foucault (Il faut défendre la société), también el liberalismo alberga en su seno una fuerte y atractiva veta de barbarie vitalista –de origen franco-germánico–, por la que la libertad se concibe como el poder de dominación despótica del otro (al final, del débil). En este sentido, ser libres es dejarse llevar por nuestro gusto espontáneo de la vida, nuestra hambre y sed de vida, sin límites. Aquí precisamente entronca el liberalismo del presidente argentino Javier Milei. Es un grito de rebeldía contra el cinismo y la mentira de los políticos al uso. Es violento, sí, pero ante todo es vitalista, nietzscheano. A semejanza de lo que fuera la jerarquía romana opresora de los galos en tiempos de los invasores francos, la ‘casta’ a combatir por esta nueva barbarie leonina, no es un sector socioeconómico ni político determinado, sino un colectivo –verosímilmente construido– de engreídos que, creyendo sabérselas todas en lo que atañe a cuestiones sociales, en verdad se han apartado de las necesidades de la gente común y corriente, esto es, del pueblo.
En un dossier sobre ‘liberalismo político’, publicado en el último número de República y Derecho (revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Cuyo), coordinado por el autor de esta nota, Helena Rosenblatt, académica de The City University of New York, brinda una razonada narrativa sobre la “historia del iliberalismo”, haciendo ver que el ‘liberalismo’ se combinaría con la ‘democracia’ recién a finales del siglo XIX, cuando nace precisamente la ‘democracia liberal’; y que solo de modo muy reciente comenzaría a abogarse por una ‘democracia iliberal’, tal como ocurre con algunos líderes autoritarios de nuestros días, cuyos regímenes se presentan en oposición a las democracias liberales occidentales. Si vamos al caso de Milei, resulta paradójico que él se autoperciba defensor a ultranza de las ideas de la libertad, mientras la prensa liberal –extranjera o de nuestro propio país– lo califica de líder iliberal y populista de derecha (los artículos aparecidos durante los meses de abril y mayo pasados en el diario La Nación, de Guy Sorman, Jorge Fernández Díaz y Laura Di Marco, son suficiente muestra de ello).
Si ya en 1711 Shaftesbury definía al “iliberal” como alguien “estrecho de mente”, “intolerante”, y “desentonado en el trato social”, o a comienzos del siglo XIX Channing, el fundador del unitarismo norteamericano, deploraba la iliberalidad de la gente supersticiosa, propensa al entusiasmo e inclinada al fanatismo, el libertario argentino que invoca a las fuerzas del cielo y al mismo tiempo se desfoga diabólicamente en redes sociales, a no dudarlo, está dispuesto a burlarse socarronamente de ese viejo ideal, como de algo rancio y pasado de moda. Pero hay algo que va más allá de los buenos modales, por lo que cabría evaluar el iliberalismo libertario, y es ciertamente su filosofía política. El iliberalismo de Milei coincide bastante satisfactoriamente con el del primer ministro húngaro Viktor Orbán, no importa que, en uno y otro caso, la afirmación de los términos ‘liberalismo’ y ‘democracia’ se inviertan a la perfección. Pues así como Orbán aboga abiertamente por una ‘democracia iliberal’, aduciendo que “una democracia no es necesariamente liberal”, y que, “en razón de que algo no es liberal, puede todavía ser una democracia” (Viktor Orbán’s speech at the XXV Bálványos Free Summer University and Youth Camp, july 26, 2014, Băile Tuşnad (Tusnádfürdő), en el caso del presidente argentino no habría inconveniente en decir que defiende un régimen liberal aunque no sea necesariamente una democracia, y que, a su juicio, en razón de que algo no sea democrático, no le impediría todavía seguir siendo liberal. Desde luego, la predicha inversión de los términos resulta indiferente en la comparación entre ambos ideales políticos, pues lo relevante aquí es la coincidencia fundamental en su carácter de ‘iliberal’. En efecto, en uno y otro caso, para llevar adelante sus políticas se disminuyen (o pretenden disminuir) los controles parlamentarios sobre el Poder Ejecutivo, se desmantelan (o pretenden desmantelar) las diversas garantías que brinda un Estado de derecho, usando medidas de emergencia para suprimir derechos humanos, así como se ataca y merma (o se pretende mermar) la libertad de prensa.
A fin de cuentas, cabe interrogar una vez más si los principios liberales y la democracia pueden o no separarse sin perjuicio; es decir, si “así como una democracia desprovista de principios liberales no podría permanecer mucho tiempo siendo una democracia” (Rosenblatt), porque degeneraría en régimen populista, habría que suponer otro tanto del liberalismo, a saber, que, independizado de los principios democráticos, difícilmente seguiría siendo liberal, ya que carecería de eficacia para desmantelar a esa casta conservadora –el establishment– que hace rato atenta contra la natural competencia de méritos propia de un mundo libre de estructuras artificiales y arbitrarias.